miércoles, 14 de julio de 2010

Migraciones (extraído de "Mercado El Cardonal")

“(…) y los Mercados son puertos navieros del barrio “El Cardonal” o de “La Aduana”, anclados y atravesados de puñaladas, canciones y emigraciones (…)”
- Pablo De Rokha, Oceanía de Valparaíso.

Un hombre está sentado sin nada que hacer en la capital de una isla de Dalmacia, rodeada por el mar Adriático. La mayor parte de la población trabaja en faenas agrícolas o en la pesca, o ligadas a la extracción de mármol, o lavanda para los perfumes. Otra parte de la mano de obra se dedica al trabajo en viñas, pero a ellas les entró una extraña enfermedad, extendida también a otras partes de Europa. La cesantía aumenta, y el hombre, Lucas Vuskovic, es uno más de ellos.
Un joven de dieciséis años, José Isaac Farías, viaja a San Antonio, y llega con un paquete de 5 kilos de ropa. A medida que trabaja en un gallinero, logra conseguir tener su propia cama, velador y cómoda, meta impensable para alguien de Navidad, de dónde provenía. Allá, para sus padres, bastaba con tener papas y garbanzos. Pero envía la cómoda a Navidad, y vuelve al sur.
Lucas decide tomar un rumbo un destino imposible de imaginar, mientras cruza el océano: Chile, un país que vive una época dorada debido al salitre. Después de unos años de labor acá, se siente satisfecho con lo que ha conseguido, y sus afectos están demasiado lejos, en Yugoslavia.
Farías está sentado en su hogar una mañana, y llega su tío con la carta de su primo mandándolo a buscar. En El Cardonal el trabajo es bueno, se necesitan brazos. Su padre lo aprueba, y a las dos de la tarde ya está en un bus hacia Valparaíso, quiere conocer el puerto principal y a sus primos. Quiere torcer el destino.
En Yugoslavia, las condiciones vitales no habían cambiado como para quedarse a vivir allí. A regañadientes, Lucas decide volver, esta vez con su hijo, al norte de Chile. Pasados unos años, y considerada hecha su labor, Lucas volvió a Europa y dejó a su hijo a cargo de Pascual Baburizza, en una de sus salitreras. Vuskovic hijo quedó a cargo de la pulpería, el almacén del lugar.
El primer trabajo del joven Farías fue cuidar las alcachofas que su primo tenía plantadas en el pueblo indio, cerca de la Escuela de Caballería. De a poco se fue integrando al Mercado, no le costó demasiado. Farías mide un metro ochenta a los dieciséis años.
Pero llegó la crisis a comienzos de los años treinta, y con ello, la vida en las salitreras se terminó. Vuskovic comenzó a ir al sur, probó suerte en Mincha, donde conoció a su esposa, y en Santiago, donde uno de sus hijos tuvo un terrible accidente que le significó la pérdida de una pierna.
La llegada de Farías trae beneficios para él y para sus primos. Es el trabajador que no va a fallar ningún día, vive con ellos, y es el hombre de confianza. A veces, para probar a quienes le entregan la mercadería, pide otras camionadas, y ellas le son entregadas, así, cuando hacen falta en la madrugada de El Cardonal, él las tiene estacionadas en el perímetro.
Un compatriota tiene una pescadería grande en el Mercado Central de Santiago, y también una en el Mercado El Cardonal de Valparaíso. Encomienda la segunda a Lucas. Instalado ahí, consigue provisión de pescados incluso en los tiempos de escasez, abastecido desde el norte, entregándole un carácter superior a su negocio.
Farías gasta las tardes en ver películas mexicanas. En las noches, lee las cartas de su madre, que, a la distancia, tratan de enseñar y reforzar el respeto. Cuando las lee, para Farías es como estar con su madre, estar en el sur, tirado en un pasto interminable. Los domingos va a ver los caballos del Sporting. No apuesta, le gusta verlos correr. Los recuerda sin montura, libres.
Pero la pescadería no da para la mantención de ambas familias, así que los negocios se separan. Lucas Vuskovic queda en poder de la pescadería más importante del Mercado El Cardonal. Y baja de un cerro de Valparaíso, cada mañana, hacia las caletas.
Farías se casa, y al tiempo, su señora queda embarazada. Su tío, el dueño de la pilastra en que trabaja, le pide a su niño. El pilastrero ha tenido sólo niñas, y su apellido quedará interrumpido si no tiene un varón. José, sorprendido, se niega. Recala en uno de los cerros porteños, y se vuelve una lágrima más cada mañana, que, de vuelta en casa por la tarde, trata de descansar entre el ruido de un barrio más de Valparaíso.

Vocación (extraído de "Mercado El Cardonal")

Estar al borde del fracaso, o lograr el éxito, era algo de lo que ya sabía Atanasio Díaz. Su padre no estaba, y el muchacho salía a vender empanadas que su madre hacía los domingos en su natal Antofagasta. Pero ese domingo no había nadie en la cancha. En el lugar, el joven Atanasio se encontró con un dulcero en las mismas circunstancias. A ellos se acercó un tipo sin nada, que les dijo que quizá estarían en la cancha de los gringos. Y fueron los tres. El mirón lo ayudó con un canasto, que Atanasio apenas podía sostener en los brazos infantiles, y se encontraron con los jugadores y los familiares hinchas. Don Atanasio, con el canasto entre las piernas, recibía el dinero y sacaba las empanadas, primero la plata, después la empanada.
Ya se acercaba la noche, y en el puesto de la feria de los Sepúlveda quedaba mercadería. Entonces Eduardo y sus hermanos se la repartían, e iban por el plan de Valparaíso liquidándola como ambulantes. Apenas cumpliría los diez años, pero conocía la feria hace un tiempo:
“Me crié en la feria. Digamos, me parieron, y de ahí… Pero esto es verdad. Estaba el Hospital Deformes, donde está el Congreso. Me parieron, y mi mamá se va pa´ la feria y me meten debajo de un tablero. Ahí… me crié” (Eduardo Sepúlveda, pilastrero).
Cuando a Juan Gaete lo dejaban en la casa se ponía a llorar. Sus hermanos mayores echaban a andar el camión y a veces lo llevaban, más que nada para que dejara de molestar. Cuando aún cursaba el Liceo, el mismo echaba su mercadería en el camión fletero de su hermano, no en grandes volúmenes, aprovechando el espacio de sobra. Ya conocía a quienes dejarle la mercadería. A los 17 años llevaba productos y se devolvía hacia La Cruz conduciendo sin documentos. Se iba antes de las 7 de la mañana de Valparaíso, hora en que comenzarían a controlar los carabineros.

Perros patipelados (extraído de "Mercado El Cardonal")

En su visita a Chile, la Reina Isabel caminaría por Avenida Brasil. En esa ocasión, los patipelados del Mercado se levantan para trabajar, pero son llevados a las comisarías en vehículos policiales.
“Los encerraron a todos en las comisarías por el día, pa´ que la Reina Isabel no viera que teníamos piojos, cuando el piojo lo tiene todo el mundo. Porque nosotros tapamos lo que no tenemos que hacer, tapamos la vulgaridad, el ser mentiroso, farsante. El Roto chileno fue el hombre que se le atravesó a la Reina Isabel, aquí, al otro lado, en Brasil, aquí se le atravesó, por entremedio de la gente, se le puso con el clavel en la mano y se le arrodilló y le dijo un verso. Los pacos que eran verdes, quedaron amarillos” (Allendes, cargador).
El Allendes no lo vio, pero se lo contaron y así lo imaginó: un hombre patipelado, gateando como un perro por entremedio de las piernas de una multitud deseosa de tocar, de abalanzarse sobre la Reina Isabel. Igual que un perro que es escondido por un colectivero la noche anterior al desfile del 21 de mayo. Vivo, cuando llega el Presidente, el perro se cuela entre la masa que marcha a la protesta y el control policial, y comienza a ladrar a los marinos que desfilan. Los carabineros verdes vuelven a ser amarillos, estatuas que no saben qué hacer, hasta que uno reacciona y le pega una fuerte patada de bototo(dos veces más fuerte), que, obviamente, no es captada por la cámara que transmite en vivo por cadena nacional.
El Roto Chileno siempre andaba vinagre, y eso le pasó la cuenta, ya que el alcohol le hizo perder paulatinamente el sentido de realidad. Muchas veces terminaba mostrando las partes íntimas, por lo cual era metido en la “cuca” por carabineros, y como no tenía sentido llevarlo a la comisaría, tomaban sus propias medidas:
“..lo pescaban y lo llevaban pa´ arriba, pa´ los cerros. Y lo metían pa´ los bosques pa´ adentro, y allá lo dejaban botado al Roto Chileno. Le daban un par de vueltas, lo emborrachaban, y ahí lo dejaban botado. Entonces los carabineros de Chile mataron al Roto Chileno” (Allendes, cargador).

Lluvia
Cuando llovía en el Mercado El Cardonal todo se mojaba, pues aún no existía un techo que tapara los pasillos, lo que sería una intervención posterior. Así, por la manzana interior, se transitaba con paraguas. Como había plata, existían varios que no descargaban con lluvia, mientras otros lo hacían igual. El abastecimiento general se cortaba gracias a la lluvia, pues no se podía trabajar en los campos y los caminos eran interrumpidos:
“Entonces ellos vendían más caro, vendían mejor ¿Entonces qué hacían el día que se ponía a llover? Inventaban un asado, inventaban un juego de brisca, inventaban comidas, sándwich alemán. Cualquier cosa, o bien se iban a O’Higgins, que en el cerro O’Higgins estaban las casas de recreo, las en que la gente iba a comer, iban a bailar y había gente que tocaba el piano y le alegraban la vida” (Máximo Silva, dirigente).
Una de esas mojadas madrugadas Manuel Ruete se ofreció a llevar a una mujer. Antes de que el vehículo saliera del perímetro del Cardonal, un viejo cargador lo detuvo y Ruete bajó el vidrio. El cargador estaba completamente mojado, y le pidió dinero. Ruete se metió la mano al bolsillo, apurado porque el olor vinagre no entrara al vehículo y espantara a la mujer que tenía al lado, y le pasó un billete fuerte. El hombre se perdió en la lluvia, y desechando una recomendación de Ruete, enfiló a un bar. Cuando se acabó el dinero, la lluvia no cesaba, y el cargador trató de caminar a su casa, pero quedó en algún lugar, derrumbado.